Del 07 de septiembre al 18 de noviembre de 2012
La muestra ofrece una panorámica del trabajo de Alfredo Alcain (Madrid, 1936) desde finales de los años 60 hasta la actualidad. Constituida por buena parte de la obra gráfica que se exhibió a principios de 2012 en el Museo Casa de la Moneda de Madrid con el título de Miradas sobre papel, se completa ahora con una serie muy significativa de pinturas y esculturas, con el propósito de contextualizar mejor su práctica artística. Estas nuevas incorporaciones pertenecen a colecciones privadas y museos vascos, demostrando con ello la proximidad y la relación que Alcain ha mantenido siempre con el País Vasco desde que en 1965 realizó su primera individual en la galería Illescas de Bilbao, gracias a su amistad con el pintor Ricardo Toja.
Se exponen alrededor de 130 obras que han sido articuladas en nueve apartados diferentes para facilitar el recorrido y la constante evolución de su trabajo: Del natural, fachadas y escaparates, bordados de petit-point, bodegones, Cézanne petit-point, dibujos de teléfono, líneas y manchas, temas varios y escultura.
El catálogo, editado para la ocasión por Sala Rekalde, cuenta con la importante colaboración de Bernardo Atxaga, de quien se publica su poema dedicado a Alcain traducido, por primera vez, a euskera por el propio escritor.
LA EXPOSICIÓN
Cuando Alberto Corazón publicó en 1979 El sol sale para todos, un estudio iconográfico sobre las fachadas de los comercios de Madrid, hacía ya más de diez años que Alfredo Alcain se interesaba por estos modelos icónicos de los barrios populares de la capital. Desde 1966 y hasta mediados de los setenta su pintura discurrió por escaparates y fachadas, de hondo sabor castizo y para entonces en vías de extinción. Si el arte pop anglosajón había fijado su mirada en las sociedades avanzadas de consumo, el lenguaje pop de Alcain revisa por el contrario lo que era propio de la sociedad española tradicional, que con el desarrollismo imperante iba a dejar de ser. Así también, los papeles de vasar, aquellas tiras decoradas que adornaban las sencillas alacenas de madera en los hogares populares o los cañamazos para bordados, tan arraigados entre las labores femeninas, son otros de los motivos frecuentados por Alcain.
A principios de los años ochenta, cuando descubre en una mercería madrileña un cañamazo para petit-point que reproduce un conocido bodegón de Paul Cézanne, inicia una serie centrada en los bodegones, ya apuntados en los papeles de vasar anteriores y en cierto modo en los escaparates de las tiendas. Ahora, la experimentación se centra en volver una y otra vez sobre la misma imagen de Cézanne, en detalle o en toda su expresión, mediante tratamientos gráficos o versiones cromáticas diferentes. Dibujo y color se estilizan, siguiendo las pautas marcadas por las áreas coloreadas del petit-point, desde las versiones más monocordes hasta aquellas en las que el color estalla con toda su musicalidad.
A medida que progresa la década comienzan a solaparse otro tipo de bodegones, esta vez de formato ovalado y dicción cubista, quizá como una evolución natural histórica de los bodegones cezannianos. Dejando de lado el carácter sintético de estos últimos, ofrecen un acervo más ilusionista y son algunos de ellos, homenaje a otros pintores admirados.
El decenio final del siglo marca el paso a una nueva concepción de la naturaleza muerta cubista. Mucho más esquemáticas que las de formato ovalado, las nuevas imágenes constituyen una serie de bodegones y fruteros con multitud de variables, tanto en el tratamiento de la imagen como en la técnica gráfica utilizada. En estos ejemplos, dibujo y color se disocian: la urdimbre lineal construye el dibujo, a veces subrayado por una línea de sombreado, y el color se expande monocorde en grandes superficies, delimitadas por la geometría del dibujo, o se divide en bloques de color diferenciados con todas las combinaciones posibles.
Inevitablemente, avanzar por este camino que llega a esquematizar las formas de tal manera que casi desaparecen, conduce a Alfredo Alcain en el nuevo milenio a la abstracción. Ya solo existen líneas y manchas, intrincadas marañas o entrecruzados lineales en un horror vacui sin fin. Y es el tañido del color el que al cabo resuena con todos sus acordes tonales.
Punto y aparte merecen la atención los dibujos de teléfono, una costumbre que, como indica Alcain, es común a muchos pintores. Este hábito que consiste en garabatear un papel hasta cubrirlo por entero, mientras se habla por teléfono, ha propiciado un número de dibujos de lo más variopintos. No todos son igualmente espontáneos, pues algunas cartulinas de mayor tamaño que Alcain colocaba al lado del teléfono, indican una mayor intencionalidad. Incluso hay dibujos que están intervenidos y coloreados con posterioridad.
Igualmente y aunque no ha sido muy frecuente, Alcain ha realizado algunos bodegones en bronce y una serie de esculturas objetos en madera que él denomina maderitas, al estar hechas con trozos de listones y marcos como El rascacielos que se puede ver en Sala Rekalde. Todas estas esculturas son de pequeño formato.
EL ARTISTA
Alfredo Alcain (Madrid, 1936) estudió en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando de Madrid y continuó su aprendizaje de grabado y litografía en la Escuela Nacional de Artes Gráficas de la capital. Asimismo se interesó por la Decoración Cinematográfica que estudió en la Escuela Nacional de Cinematografía de Madrid. En este medio ha colaborado en las películas de Basilio Martín Patiño, Nueve cartas a Berta y Canciones para después de una guerra. Es autor además de la escenografía y las máscaras del montaje de Peter Fitzi y José Luís Gómez, El pupilo quiere ser autor de Peter Handke.
La nómina de exposiciones realizadas es incontable, tanto en museos e instituciones públicas españolas, que poseen obra suya, como en galerías privadas. Entre sus numerosos galardones se encuentran el Premio Nacional de Artes Plásticas (2003) y el Premio Tomás Francisco Prieto del Museo Casa de la Moneda (2010).